En un país como Colombia, la expresión nítida de la democracia encuentra cada día más obstáculos, aun desde las propias instituciones. Esto es fácil deducirlo de algunas actitudes políticas recientes y de ciertos fallos de estos días, como el de la Corte Constitucional que derogó la defensa del espacio público y la protección de los colegios ante la amenaza del microtráfico de drogas ilícitas.
Actitudes y fallos que desdicen del equilibrio fundamental entre la libertad y el orden para dar curso eficiente al sistema democrático adoptado en la Constitución colombiana. Porque de ese modo aquí ha venido propiciándose una cultura de clara tendencia anárquica en que la ley, más que un factor de encausamiento social mancomunado, se percibe de enemiga de las libertades.
Ello lleva indefectiblemente y por supuesto a un desprecio de lo colectivo, de la vida en conjunto, de la razón de ser de la sociedad, de los factores de la convivencia, del amparo de las mayorías, del afianzamiento de unas ideas compartidas, de la orientación normativa a partir del interés general, privilegiando el individualismo a ultranza frente a todo lo que de antemano estimule, desde el punto de vista legal, la solidaridad pública. Lo que, a su vez, no lleva en últimas a nada diferente de la soledad, el egoísmo, el materialismo como anómalo ideal político. Y que a fin de cuentas comporta, no el progreso de la existencia en libertad, sino la promoción del transcurrir vital dentro del libertinaje que es, justamente, la corrupción del concepto original.
Semejante contradicción en los términos derrumba los contenidos civilizadores constitucionales y termina por fomentar la ley de la selva con base, para el caso, en un darwinismo social donde prevalece el más fuerte, el más vivo, el más habilidoso, hasta el grosero aprovechamiento lucrativo que supone abrirle el espacio libre a los jíbaros, incluso llevándose por delante la niñez y la juventud, para comprometerla y viciarla paulatinamente con propósitos deleznables bajo abstracciones conceptuales liberalizantes (no liberales), en vez de darle cabida al “animal político” aristotélico cuyo resultado positivo, desde hace siglos, es propender por la vida en comunidad como plataforma del bien común.
El problema de salud pública que conlleva el consumo de potentes drogas adictivas en cualquiera de sus formas alucinógenas, opiáceas o de alcaloides, con sus efectos secundarios por todos reconocidos y sus consecuencias sobre el sistema nervioso, el estudio, el trabajo, la seguridad y la armonía social, no se ha resuelto en el mundo incitando a su empleo. Hacerlo así, es tanto como favorecer el dopaje en el deporte. No se trata, desde luego, de ponerle un policía a cada adicto en su casa o habitación, pero tampoco es concebible entregarles el espacio público y los parques, como santuarios de su drogadicción, puesto estos son, al contrario, un activo fijo de la sociedad en su conjunto, comenzando por los niños, cuyos derechos son constitucionalmente prevalentes.
Los criterios del orden no tienen, en esa trayectoria ideológica, un asidero natural y se consideran, como en el fallo de la Corte, un recorte de la libertad en lugar de un elemento crucial para su desarrollo. Cuando ello ocurre, contraponiendo ambos conceptos en lugar de asociarlos y buscar su equilibrio, se generan posiciones extremas, en presunta salvaguarda de la libertad, pero que por el contrario enervan gravemente los postulados democráticos. Precisamente, en nuestro caso, porque somos defensores de la libertad es que somos indeclinables partidarios del orden. De hecho, un orden sin libertad es autoritarismo; y una libertad sin orden es libertinaje, como ya lo dijimos.
En ese sentido, el derecho constitucional al libre desarrollo de la personalidad (art. 16 de la Carta), en que dice fundamentarse la Corte para dar de nuevo curso al consumo de alcohol y drogas ilícitas en el entorno de las escuelas y al interior de los parques, sostiene textualmente que tal desenvolvimiento solo es factible con las limitaciones “que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico”. Esa formulación, eminentemente democrática, ante todo implica como lo decía John S. Mill que “mis derechos llegan hasta donde empiezan los derechos de los demás”. Y eso es lo que ha pasado por alto la Corte, no solo obviando ese dictamen esencial de la democracia liberal, sino además despojándola de las cláusulas pertinentes del ordenamiento legal en aras de un libertarismo exento de todo sentido colectivo.
Editorial
El Nuevo Siglo